De niña me explicaron que en el Cielo no existe el tiempo y me quedé de piedra. Me alucinaba acceder a conceptos que no cupieran en mi entendimiento. ¿Cómo imaginar un “lugar” donde el reloj no sigue su inexorable curso?
A veces tengo el tiempo como un regalo u oportunidad y en otros momentos me resulta una verdadera condena. Me estresa, me agobia, me agota. La histeria colectiva por “aprovecharlo” y sacarle el máximo partido puede conllevar más de tormento que de valor.
Es misterioso cómo cuando disfrutamos perdemos la noción de tiempo y cuando nos aburrimos sentimos que pasa lento y pesado. Ante la vivencia de un momento excelso (el nacimiento de mis hijas, las miradas durante el sí quiero…) directamente los relojes paran y rinden pleitesía a lo que está sucediendo.
Soy muy feliz invirtiendo mi tiempo en “lo inútil”: pasear por el bosque, contemplar como la luz atraviesa una hoja concediéndole un mágico e hipnótico aspecto, espiar a mis hijas mientras CRECEN BONITO, abrazar a mi marido, sentir la brisa en mi cara, zambullirme en un buen libro o una gran película, rezar con conciencia…
Suena el despertador cada día y comienza la carrera para cumplir con los tiempos. He de calcular los trayectos y lo que tardo en arreglarme para llegar puntual a las citas. La clase de tenis de la tarde empieza y termina a tal o cual hora. No hay tiempo que perder. Qué triste. Qué misterio. El tiempo: ¿regalo o condena?